Pueseso, una retirada de tres meses y me cuelgan el blog :-(
fragmentos sin orden ni concierto
errante 1. adj. Que anda de una parte a otra sin tener asiento fijo.
F se fue de la casa de su familia a los 17 años. Se fue sin motivo aparente, no había tenido problemas, tal vez sólo los habituales en la adolescencia, cuando crees saber que algo está ahí y se te está escapando. F no quiso dejarlo escapar e inició su viaje. Lo explicó en una llamada telefónica unas horas después porque era consciente de que sus padres y hermano iban a preocuparse mucho. Y eso no estaba en sus planes, él no quería dañarles porque no tenía nada en su contra. Lo que dijo fue muy simple: me apetece vivir de otra manera, no quiero seguir así, con esa rutina para siempre. En realidad ni siquiera un día más.
Y F se hizo errante en la España de finales de los 80. Salió de Ribadesella y fue a Bilbao. Y de ahí a Cataluña, luego a Valencia. Vivió poco menos que de la mendicidad. Llamaba de vez en cuando, sobre todo a su hermano, para decir que estaba bien.
Yo estaba en su casa en las fiestas del primer domingo de agosto de 1991. A las ocho de la tarde sonó el timbre y F apareció en la puerta. Dos besos a su madre y unos abrazos al resto, poca cosa teniendo en cuenta que hacía dos meses de su última llamada, un año de su última visita y que no había avisado de su llegada. Allí lo conocí y me contó que iba de pueblo en pueblo, a veces en compañía, las más en soledad. Que le daban de comer siempre que el sitio fuera pequeño, que evitaba las ciudades y que se sentía bien cuando caminaba de un sitio a otro y le faltaba mucho para llegar. Sólo iba a un hostal cuando tenía que ducharse, el resto de las noches dormía en un portal o en un banco de una iglesia si le dejaban.
Estuvo dos días allá, aprovechó para afeitarse, su hermano le dio un saco de dormir nuevo y su padre algo de dinero que luego dejó en la mesa de la entrada. Escuchó música, un lujo que no tenía en su vida normal. Le encantaba 'Dust in the wind', de Kansas. Como a mí, por eso me acuerdo.
F estaba contento de su extraña e incómoda vida, o al menos la había elegido para buscar otra forma de que pasara su tiempo. Sabía que podía volver cuando quisiera pero no lo hizo nunca salvo para sus breves visitas de cortesía. Hoy F ya pasa de los cuarenta años y su hermano menor hace nueve o diez que no recibe la llamada de "todo va bien".
Lo de G es otra historia de viajes aún más peculiar. Nació de una pareja de misioneros evangélicos en el centro de África pero mientras que F se fue buscando algo, G lo hizo huyendo de algo: de su familia. Su madre esperaba una niña y le tuvo vestido como tal hasta los cinco o seis años, su padre ejerció una férrea disciplina acompañada de extrañas reglas sobre lo que un niño blanco debía hacer o no en una comunidad negra. Lo que consiguieron entre los dos fue que a los 16 tuviera más experiencias sexuales que muchos a la hora de morirse, además de unas cuantas enfermedades venéreas y unas ganas de desaparecer inmensas. Lo hizo a la misma edad que F sólo que llegó más lejos, tal vez por la inercia de la velocidad de escape inicial temeroso de que su padre lo localizara e ideara nuevas formas de retenerlo, sin duda desagradables. G recorrió África hacia el Norte y luego hacia el Este en un periplo sorprendente. Al final acudió a la llamada de India y Nepal, algo atractivo en aquel momento y de lo que esperaba mucho, qué menos que una iluminación o algo así. Pero no tuvo éxito, su viaje iniciático fue largo pero inútil ya que G se mostró (y se muestra) impermeable a aprender de cualquier nueva vivencia. Hoy ya no tiene problemas y vive en una cómoda posición tras un matrimonio que, desde fuera y tal vez injustamente, parece de conveniencia.
Yo no tuve viaje iniciático, al menos de forma literal. No conozco Nepal ni me atraen las filosofías que se le adjudican, mucho menos el té con manteca rancia de yak, faltaría más. Pero creo que no estuve exento de reflexión y como resultado concluí que allá fuera no me esperaba nada, que lo que podía cambiar era mi actitud y mi forma de ver y valorar las cosas pero que eso podía conseguirlo sin ir a Santiago de Compostela o a Katmandú. Hoy creo que eso lo consegui poco a poco con la ayuda más o menos inconsciente de gente amiga que siempre me ha tratado mejor de lo que merecía. Falta saber que tal le fue a F o a J, aquel amigo al que un desengaño le llevó a meterse en Samos como monje. Tendré que pasar un día. Tal vez.
Hoy volví a escuchar las primeras estrofas de “Palabras para Julia”. Es un poema de José Agustín Goytisolo que tuvo su lugar en mis años adolescentes. Hoy se la pongo aquí junto a un poema mío rescatado con algo de rubor del cofre del pirata. El cofre aquél que enterré en una isla desierta y del que nunca volví a saber nada.
Palabras para Julia
Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
Hija mía es mejor vivir
con la alegría de los hombres
que llorar ante el muro ciego.
Te sentirás acorralada
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido.
Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto
que es un asunto desgraciado.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor.
Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.
Pero yo cuando te hablo a ti
cuando te escribo estas palabras
pienso también en otra gente.
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.
Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino, nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
La vida es bella, tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor, tendrás amigos.
Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.
Perdóname no sé decirte
nada más pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.
Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.
La ausencia de Ariadna
Dejo atrás la casa y tu recuerdo,
los arces del jardín,
compañeros fieles de estos años,
la valla blanca y el camino.
Con un puñado de tierra entre las manos,
con el vacío brotando de tu ausencia
recorro lentamente, una vez más,
el sendero que me lleva hasta las playas.
Sigue ahí el paisaje verde oscuro,
imperturbable por el tiempo,
sigue el viento, cansado de viajar
sobre las gaviotas del acantilado
sigue el roble, con cien años recorridos
bajo el cielo violeta y negro.
Vuelven para mí las horas sin final
en este rincón de brumas y de sueños,
la perpetua magia del silencio,
de la lluvia golpeando las ventanas,
del mar saltando sobre el faro,
perdidos todos en una noche interminable.
No llegaba yo a los veinte años, creo. El día, un ventoso sábado de invierno, no daba para ir a la montaña y tras examinar las opciones decidimos conocer lo que teníamos más a mano. Cualquier cosa antes de quedarnos en casa un fin de semana. Nos acercamos a una de las treinta o cuarenta cuevas que estaban a menos de una hora de carretera. Cuevas en principio con poco interés pero que tal vez depararan alguna sorpresa.
El precedente era una de apenas cien metros en un monte de Candamo, a poca distancia de un chorco de lobos de piedra, hoy oculto por la vegetación. Allá encontramos pinturas en una pared y restos de madera quemada cubiertos de una fina pátina de calcita.
Esta vez no sería así. Una carretera sinuosa, flanqueada de árboles ahora sin hojas. Entramos a media mañana sin gran entusiasmo porque había empezado a llover y con una vestimenta poco ortodoxa: buzos azules de obra y arneses sólo para llevar el carburero, casco y botas de goma. En esto último yo disentía y prefería las "chirucas" de siempre que me mantendrían con los pies mojados permanentemente pero que eran más seguras en cuevas como esta, sin dificultades técnicas pero con agua y barro.
El día transcurrió sin pena ni gloria, curioseamos por la galería superior, llena de polvo (o al menos la recuerdo así) y al final bajamos a la del río. Con la seguridad de la ropa seca en el coche nos metimos hasta el cuello avanzando hasta que la galería se cerró. Nada especial nos llamó la atención.
Salimos ya de noche. La ropa completamente empapada acabó en las bolsas de plástico y con la calefacción del coche volvimos a Avilés. No hicimos ninguna foto. Unas cervezas en un bar y la conversación derivó a cualquiera de nuestras obsesiones de entonces. A cualquiera menos a esa cueva que no nos había llamado la atención comparada con las maravillas de otras más próximas a los Picos de Europa.
Pasó el tiempo, dejé la espeleología y de aquellos años quedaron unas pocas fotos y un casco Peltz que aún guardo colgado en una esquina del garaje.
Casi tres décadas después leí que se habían encontrado restos humanos en una cueva asturiana. No eran restos recientes, de la guerra civil, sino muy antiguos, de hacía más de 40 mil años. Un niño, tres jóvenes y cinco adultos acabaron sus vidas allí. O dicho de otra forma, cuando visitamos aquella cueva una tarde de invierno, en algún lugar de aquellas galerías por las que pasamos estaban los restos de nueve personas, de nueve neardertales. Hoy se ha secuenciado parte de su genoma, muy próximo al nuestro y que, sin embargo, señala a una especie distinta. Distinta pero humana. Extintos, los neandertales descansaron decenas de miles de años en la Cueva del Sidrón, en el concejo de Piloña, en Asturias.
Un gran helecho despereza una de sus frondes en el fondo de un valle en la isla de San Miguel. En ocasiones nuestro desarrollo como personas se aproxima a esa espiral y, como ella, se despliega en una promesa de madurez. Una tras otra, las frondes completan poco a poco una estructura armónica y completa. En el símil humano eso pasa pocas veces,
En casa teníamos una revista que nos enviaban de vez en cuando nuestros parientes norteamericanos. Fue hace mucho tiempo pero recuerdo aún una portada donde un solitario campista estaba en un paisaje montañoso. Anochecía y a la luminosidad remanente sobre el horizonte se superponían las negras siluetas de grandes árboles. Acá, en su base, entre la oscuridad, ardía una fogata a cuyo lado aparecía una persona de pie.
Esa imagen me cautivó a mis siete u ocho años. Y en aquel piso de la ciudad intentaba vivir algo semejante. Cubría con mantas una mesa de tubo metálico verde que teníamos en un rincón y cubría el suelo de baldosa con una alfombra. Apagaba la luz de la habitación y me metía debajo con una vela encendida y un tazón de leche caliente. Con sólo esos elementos se creaba un mundo nuevo: estaba en una tienda de campaña y soñaba con que si apartaba la tela que hacía de puerta, vería el anochecer de la revista, con sus pinos y su luna, con el rescoldo de la hoguera brillando débilmente en la oscuridad.
Años más tarde pude vivir aquella experiencia en la realidad, primero en la montaña asturiana, luego en más sitios, a veces lejanos. La mirada ingenua se había perdido hacía tiempo pero las sensaciones nunca me defraudaron.
Curiosamente, ese recuerdo se había perdido y no creo que lo hubiera recuperado de no ser porque hace unos días leí que las fotos de aquella revista se habían volcado en Internet. Instantáneamente, aquella mesa mágica, aquella vela que despertaba las ilusiones y aquel niño que añoraba el bosque aún antes de conocerlo surgieron de lo más profundo de mi memoria. La revista se llamaba Life y durante un instante tuve la tentación de buscar la portada con la que viví tantas horas de ilusiones. Pero rectifiqué a tiempo. Ya he escrito que uno no debe volver jamás a los lugares en los que un día fue feliz.
Rebuscando en mi archivo encuentro también imágenes perdidas. Al contrario que el recuerdo que les he contado, que surgió nítido de la memoria de forma inesperada, este momento en blanco y negro no creo que lo haga. No recuerdo en que lugar ni en que circunstancias hice la fotografía.
A mi lado un ciudadano estadounidense no paraba de quejarse. Enseguida entablamos conversación y, al ver que éramos españoles, protestó vivamente contra la pretensión europea de que se cerrase la cárcel de Guantánamo: ustedes los europeos son tontos o se hacen los tontos -razonaba- porque Guantánamo es la única cárcel política norteamericana que resulta visible, la única demostración evidente del atropello sistemático de los derechos humanos más elementales, la única prueba de que se mantiene a los prisioneros sin juicio y se les tortura. ¿Quieren ustedes que esa prueba desaparezca sin más? Lo que debían exigir los gobiernos europeos es que Washington informe sobre las cárceles secretas que mantuvo en Polonia y en Rumania, y que clausure las que todavía utiliza en Afganistán, en Yemen, Egipto y tal vez Marruecos. Porque esos presos son los que corren peligro de desaparecer para siempre, no los de Guantánamo.
Mis abuelos fueron emigrantes y eligieron como destino, quién sabía si final, los EE.UU. Sus dos hijas nacieron en el estado de Virginia. Ambas mantuvieron su nacionalidad estadounidense cuando volvieron a España, impulsadas por una crisis tal que hacía deseable volver a un país como este. Casi medio siglo más tarde, mi madre me llevó de vuelta unos meses a Detroit a finales de los 60. Era fácil porque yo tenía la doble nacionalidad.
Era un niño pequeño y no me enteré de nada. Hoy apenas tengo un par de imágenes muy lejanas en la memoria.
Una de ellas es un jardín. Yo estoy revolviendo la tierra con una pala de juguete. Una ardilla había escondido algo unos minutos antes y yo intentaba encontrarlo. Al fondo, el porche de una casa de madera.
En la otra estoy jugando con otros niños en una calle. Estamos sentados en el suelo, no hay coches y las casas son de planta baja. Hay ropa tendida y una valla de madera blanca.
Años más tarde supe que todos aquellos niños eran negros y que el permiso de mi madre para que jugara con ellos era algo escandaloso en las casas de blancos del barrio. Supe también que el barrio era modesto y que no se había definido una zona blanca ni una zona negra pero las relaciones sociales eran estrictas. No hay mezcla, no hay conversación, no hay juegos. Fui probablemente el primer niño blanco que jugó con niños negros sin saber, ni yo ni los demás, que estábamos haciendo algo raro.
Aquel mismo año o tal vez el siguiente mataron a Martin Luther King en Memphis, relativamente cerca de allí. Mi tía recuerda perfectamente a sus 90 años ese acontecimiento, pero recuerda aún mejor el ambiente en el que se produjo: el hartazgo de la población negra, la segregación (y no era un estado del Sur) y, sobre todo, la esperanza de que algo podía cambiar con Martin Luther King. Una esperanza truncada. En Europa, un mes después se truncaría otra: era mayo del 68.
Hosea Williams, Jesse Jackson, Martin Luther King y Ralph Abernathy en la terraza del hotel Lorraine, en Memphis, el día 3 de abril de 1968. King fue asesinado en el mismo lugar al día siguiente.
A esa esperanza, me cuenta, se unía la suya. No sabía que se llamaba "el sueño americano" pero era indistinguible de él. La crisis del acero, sector donde trabajaba mi abuelo, les obligó a tomar el barco en Nueva York para volver acá. Fue el reconocimiento de una derrota de la que nunca se recuperaron del todo.
Mi lectura del triunfo de Barack Obama está más relacionada con esa sensación de esperanza renacida, algo que ya está presente, que con expectativas de futuro. No sé si Obama hará una décima parte de lo que se propone pero ya ha conseguido algo impensable en esta mierda de años que llevamos recorridos en el siglo XXI. La mejor explicación es la cara de Jesse Jackson en Chicago. Jackson estaba al lado de Martin Luther King cuando lo mataron hace cuarenta años. Yo no, claro, pero oyendo a Obama vuelvo a estar en aquella acera de Detroit hace tanto tiempo. Y me gusta la sensación.
Jackson, cuarenta años después, en la victoria electoral.
Hubo unos años en los que pasaba horas dibujando. Esas horas de placer se han transformado ahora en tiempo (mucho menos) delante de un ordenador, como asomado al mundo por la ventana de su pantalla. No conservo nada de entonces. Regalé todos los dibujos, un par de cientos tal vez, a todo aquel a quien le gustara alguno. Quiero pensar que alguno sobrevivirá en algún despacho o biblioteca.
En realidad conservo uno que apareció en una estantería hace poco, detrás de libros, probablemente porque alguien no supo encontrarle un lugar en su momento. Ahora es tarde, la tinta ha perdido intensidad en algunas zonas, el papel se resiente de las fijaciones del envés y el blanco se ha vuelto gris. Está hecho a plumilla, una técnica que siempre me gustó por su sobriedad y porque nunca he entendido el color lo suficiente como para usarlo con solvencia. Aquí está, detrás del vidrio, con sus motivos y su historia ya entrando en el olvido.
Dice Daniel Cohn-Bendit que aquel mayo fue una rebelión contra el autoritarismo, que la gente quería tomar el poder sobre sus vidas, no el poder político.
Pasaron dos décadas y era otro mayo a finales de los 70, Carrero y Franco habían muerto parecía que sólo unos minutos antes, el régimen ya había sufrido una inesperada metamorfosis. Los estudiantes aún creíamos que el movimiento asambleario podía llevarnos a algo duradero y mejor. Sólo que este mayo teníamos razón y así ocurrió pero dentro de nosotros, no en la sociedad. Y es que habíamos leido a Hesse y tarareábamos Al vent, una mezcla bien extraña, pero no teníamos coche ni moto para buscar las experiencias ajenas de Kerouac, ni siquiera las más cercanas de Raimon. El viaje tendría que ser de otra forma. Viendo hoy a nuestra gente creo que no lo hicimos mal.
En la fiesta de Los Maizales (Gijón), 1977.
El disco original de Raimon de 1963 está aquí por si alguien quiere recuperarlo. Contiene cuatro canciones Al vent, La pedra, Som y A cops. Para escuchar Al vent basta con pulsar aquí.
Soy adicto a la compañía y a la conversación y no entiendo bien a aquellos que viven en la soledad, no por azar sino por ejercicio de la voluntad. Y eso que tengo alguna amiga que ha elegido con plena conciencia esa ausencia de compañía. Claro que en ellas lo encuentro más justificado dado el poco nivel que solemos mostrar nosotros a la hora de acompañar. Pero bueno, a lo que iba: quería poner aquí una foto que refleje eso, la soledad. Y es en medio de la gente donde es más fácil encontrar ese símbolo, probablemente porque el contraste y la paradoja son más evidentes. De momentos de soledad exacerbada recuerdo una noche de hotel en Cáceres, algunas tardes deambulando por las calles, alguna época complicada de mi existencia. Ojalá hubiéramos tenido entonces estas ventanas y estos espejos, pero no, no había.
Eso ya pasó, como pasó la aventura de H que, con su vida hecha una novela, se metió a fraile por un desengaño cuando ya no se hacían esas cosas y encima eligió una orden con voto de silencio. Aunque debo reconocer que, incluso sin desengaño, la cosa le iba como anillo al dedo.
De nuevo me distraigo, disculpas. La foto es la de abajo. Acababa de dejar a unos amigos y volvía hacia lo que me parecía ningún sitio. Y es que no hay como un tren nocturno para reflejar soledades.
Para mí, lo mejor de la herencia del 68 es la cultura de la sospecha, la actitud que consiste en poner siempre en cuestión cualquier enunciado que se nos ponga por delante y no dar nunca por definitivas las ideas recibidas; y el acento libertario, la autonomía del individuo frente a todas las promesas comunitaristas, culturales o religiosas. Cuarenta años después estas dos actitudes se echan de menos a la hora romper las nuevas formas de autoritarismo basadas en el triángulo que forman la seguridad como ideología, la competitividad como principio de vida y el sálvese quien pueda como destino.
Josep Ramoneda, El País, 19/04/2008, Contestación mundial.
Hoy, en este país, el bienestar ha aplastado a la ideología, las aspiraciones de cambiar el mundo han sido sustituidas por las fluctuaciones del Euribor, las ganas de saber han sido desplazadas por las ganas de tener. Sí, ya sé que soy ingenuo pero es que no viví el 68 y no me ha alcanzado demasiado su derrota.
Todas las fotografías son ventanas al pasado, es obvio que no puede ser de otra manera. Algo ocurrió y ahí está una imagen que fija su memoria. Hay fotos que además de este carácter tienen algo más, como si nos confirieran poder para comprender mejor el paso del tiempo. Todo es efímero y casi todo está, además, condenado al olvido. Sólo las imágenes nos salvan una minúscula muestra de lo que pasó. Algunas son como destellos. Hoy les traigo dos.
Esta primera fue tomada por el fotógrafo Rudolf Lehnert, que salió de su Suiza natal a los 26 años dispuesto a recorrer Oriente a base de imágenes. En esta web hay una pequeña galería. Se retiró en 1930 y se fue a vivir con su hija al oasis de Gafza donde murió en 1948. La escena recoge la plegaria de la tarde en el Sahara. Una tarde de un día de hace 97 años.
Esta última la tomó Ernest Beaumont Schoedsack durante el rodaje de una película llamada Chang cuya reseña puede encontrarse en una web cuyo título lo dice todo: Rare and obscure films. Si ese niño de Siam cuya mirada ha quedado ya en nuestro recuerdo siguiera hoy vivo tendría 96 años.
Un sábado por la tarde
Era la última partida del torneo y todos estaban a nuestro alrededor. Yo jugaba con negras y tenía una defensa sólida pero incómoda porque nunca me gustó esperar. Pero hoy tocaba eso, aguantar y esperar el momento. Y no entendía sus movimientos. Eso no era lo malo sino la sensación de que sólo había dos posibilidades: o era muy bueno y yo no llegaba ni a vislumbrar sus intenciones, o era incapaz de planear un ataque con sentido y yo estaba perdiendo el tiempo con mi precaución. Mi incomodidad se acentuaba con la gente de alrededor. Algunos, pocos, respetaban el silencio pero la mayoría murmuraba. Esta última variante de espectador me enerva. Son expertos de salón, siempre juzgando desde la barrera, sin bajar nunca a batirse al tablero. Aquí valoraban cada jugada al instante, independientemente de que a rival o a mí nos hubiera llevado un buen rato decidirla, independientemente de que fuera obvia o no. Hubo un momento en el que me cansé de su suficiencia, de sus gestos y de su indiscreción. Me levanté, dí la mano a mi rival y aquello se convirtió en mi última partida en competición.
Unos meses después
El bar era largo, con las paredes forradas de madera hasta media altura y muchos dibujos enmarcados. Al fondo había tres mesas en las que, a las siete de la tarde, L colocaba los tableros que había sacado de un aparador. Algo más tarde llegaba G que se entretenía unos minutos conversando en la barra mientras le servían el café. Luego se sentaba en el lado de las blancas. Éramos media docena de jugadores fieles y otros tantos que aparecían de vez en cuando. A veces venía una pareja con un estoico pastor alemán que soportaba las partidas tumbado debajo de la mesa y cazando moscas al vuelo, con un rápido movimiento acompañado de un chasquido de mandíbulas. Las partidas se sucedían y sólo terminaban bien entrada la noche, cuando L corría las cortinas sobre la puerta y apagaba la luz exterior. Nos íbamos a casa como quien sale poco a poco de un sueño.
Unos años después
El bar cambió de dueño y ya se parece a todos los demás. Yo, que me fui a vivir lejos, al Sur, conservo un tablero de artesanía, un regalo hecho de un par de cientos de teselas de madera cuidadosamente engarzadas. A veces pongo las piezas encima porque me gusta mirar esa posición de salida, preludio de las combinaciones imprevisibles de un juego único. Un juego que no se realizará porque intentaría revisitar, al menos en sus sensaciones, aquel bar y sé que lo más probable sería acabar en el otro lado, en mi última partida de torneo.
Hay dos sueños que vuelven una y otra vez. No con mucha frecuencia, sólo cuando ya me he olvidado de su recurrencia. Ambos son escenas nocturnas. En una aparece una pequeña isla con un faro y estamos llegando a ella en una barca. Las olas rompen contra las rocas negras que brillan con el agua. La luz del faro barre la escena destacando la espuma blanca sobre el agua oscura. En la otra avanzo por un terreno salpicado de arbustos con una linterna. Formo parte de un grupo de gente y, aunque no los veo, sé que me acompañan porque por todas partes hay conos de luz que se mueven, algunos a mi lado. La noche es húmeda y al pasar rozando los matorrales saltan gotas de agua que reflejan la luz. Buscamos a alguien que se ha perdido. Ambos sueños carecen de color, pero no de sonido, la gente que me rodea habla aunque no presto atención a lo que dicen.
No son pesadillas. Siempre me atrajo la idea de vivir en un faro, mirando al mar por las ventanas de celosía aunque, si vuelvo a la realidad, reconozco que la soledad me resultaría insoportable. En la otra escena la búsqueda tiene algo cálido, me siento acompañado y todos sabemos que la persona perdida va a aparecer de un momento a otro.
Lo singular de estos sueños es que sé donde y cuando se originaron aunque no la razón de su persistencia. No creo que los sueños normales tengan un significado interpretable, más bien los veo como el resultado de una mezcla cerebral de azar e imaginación, que a veces se desboca hasta sorprendernos. Aún así, hay algunos que no son aleatorios y que reflejan algo que nos preocupa (o nos ocupa, que no es lo mismo). Estos dos están ahí por algún motivo, aunque dudo que pueda, finalmente, llegar a discernirlo.
B comenzó a suicidarse dos años después de que termináramos la carrera. A casi ninguno nos vino bien ese final. Durante cinco años estuvimos juntos, rodeados de amigos y con una idea clara de nuestro lugar en el mundo y nuestro trabajo presente y futuro, aunque luego todo cambiara. Pero al terminar nos pasó como a Ulises, que descubrió que retornar a Ítaca había terminado con algo muy valioso: el viaje que llenaba su vida. En nuestro caso los años de universidad fueron sólo una etapa pero, en ese momento, su final fue duro.
Ese fue el primer factor que puede contribuir a explicar la historia de B. El segundo fue que el momento coincidió con el reconocimiento de que habíamos llegado tarde a mucho de lo que nos parecía valioso. Perdimos casi todos los trenes y cuando quisimos recorrer las rutas nos encontramos con que las estaciones eran ya ruinas. Penélope se había ido años atrás sin esperar más. Eso nos ocurrió con mayo del 68, con el movimiento hippy, con la psicodelia... Nuestros intentos de engancharnos a esos trenes tuvieron poco éxito y, a veces, consecuencias imprevistas. Unos flirteamos, creo que con sensatez, con productos físicamente inocuos pero que permitían una nítida y potente introspección. Otros prefirieron caminos aparentemente más placenteros y se equivocaron.
B fue de este segundo grupo y, además, tuvo mala suerte. No se la puede culpar demasiado porque la vida no fue amable con ella. La ví dos veces. En la primera pasó a nuestro lado cuando habíamos terminado de comer en un chigre de Oviedo. Me preguntó si podía sentarse con nosotros y comer lo que habíamos dejado. Aún conservaba un punto de ironía mezclada con la resignación de saber que vas cuesta abajo y que nadie te va a parar. No voy a contar los detalles de su historia, que creo deben olvidarse, pero el final de su periplo era un paisaje de maltrato, chulos y heroína.
Un buen amigo, cuando mira hacia atrás, comenta "cuando llegó el caballo se acabaron las sonrisas". B ya sabía eso pero era tarde. Una diferencia esencial entre el ácido y la heroína es que con el primero, si tienes un mal viaje, todo finaliza en unas pocas horas. Con el segundo, el mal viaje comienza al volver y encontrarte con tu vida real. Una y otra vez.
En la segunda ocasión, un par de años después, estaba recostada en un banco en la plaza de la Escandalera. Nos miramos pero no reaccionó, estaba en otro lugar, lejos. Me paré un poco más adelante pero no tuve el valor de volver y sentarme a su lado. B murió de SIDA hace pocos meses.
1.
La primera vez que recuerdo fue de pequeño, en la aldea, con ocho o nueve años. Subía por una escalera de mano que entonces se me antojaba enorme. Quería llegar a la tenada, ese espacio encima de la cuadra (en Asturias se llamaba, no sé si con ironía, "la corte") lleno de hierba seca. El frío del invierno en aquella casa, sin calefacción, se olvidaba hundiéndote en el mar de hierba, con el murmullo de los animales debajo. El equilibrio me falló en el último travesaño y caí hacia atrás. En el último momento, sin siquiera haberlo visto, encontré agarre en un cabrio que sobresalía del tejado.
2.
Pasaron quince años. Subíamos a la Torre de Cerredo una mañana de febrero. La nieve estaba blanda y no usábamos crampones. Flanqueando una ladera resbalé y me fui por un inmenso tobogán hacia el abismo que se abría un centenar de metros más abajo. Durante los primeros momentos pensé ¡bueno, aquí se acabó todo! Unos segundos antes de llegar donde la ladera parecía terminar vi que al borde del cortado asomaba un gran pedrusco. Pensé que iba demasiado rápido, que pasaría a su lado o por encima y que luego sólo vería el suelo acercándose. Doblé las piernas como para aterrizar y un instante después me encontré tumbado en la nieve, inmóvil, con los pies apoyados en la roca y mirando ese cielo azul como si fuera la primera vez.
3.
Nos íbamos a casa por fin, llenos de barro. Habíamos visitado y levantado los mapas de una cueva a la que se accedía por media docena de pozos de entre veinte y sesenta metros. Me tocaba subir uno de ellos. A la mitad, colgado en la oscuridad, cuando mis amigos eran solo unos puntos de luz allá abajo, apoyé un pie en una minúscula terraza para descansarlo de la tensión. En ese momento exacto, el bloqueador que me sujetaba el arnés a la cuerda se salió. Era imposible pero se salió. Quedé apoyado en el pie y agarrado con una mano a la cuerda blanca. La pared no tenía agarres. Hice un movimiento desesperado hacia adelante y oí un clic. La cuerda había entrado justo por la ranura y el muelle del bloqueador había saltado aprisionándola de nuevo. Era imposible pero había sucedido.
4.
Trepábamos los primeros largos por el Oeste de la Torre de Santa María. Antes de empezar a poner seguros y desenrrollar cuerdas corté una de mis botas al encajarla en una grieta de la caliza. No era lógico seguir y dije a los demás que subieran, que yo bajaría destrepando. Fue un error. En una pared es más fácil subir que bajar porque ves los apoyos y la ruta a seguir. Yo también lo sabía, claro, pero infravaloré el camino recorrido. Al cabo de media hora estaba atrapado en una panza que se inclinaba cada vez más hasta hacerse vertical. Tenía una única salida a mi izquierda: atravesar un nevero helado haciendo huecos a patadas, confiando en que estos resistieran mi peso y que no me desequilibrara. Y es que aparentaba una verticalidad preocupante. Estuve en cuclillas un gran rato, como esperando que la realidad cambiara con el mero pasar del tiempo. Pasó caminando allá abajo, camino del Jou Santu, un grupito que, al verme, se paró y se quedó mirando. Eso me hizo moverme por fin. Me acerqué al nevero y a golpes con la puntera hice el primer hueco en la nieve helada. Tanteé cargando mi peso poco a poco en el escalón improvisado. Las manos solo se apoyaban en la superficie, demasiado dura como para enterrarlas y asegurar un apoyo. Los que han pasado por esto ya saben lo que hay: en una suerte de ballet, con infinito cuidado pero sin pararte demasiado, los pies van haciendo huecos, ni muy lejos ni muy cerca del anterior, y cuando cambias el peso de pierna sabes que estás en una blanca ruleta rusa. Al cabo de quince minutos toqué la roca del otro lado. Al sentarme y confirmar que el descenso era ya fácil las piernas comenzaron a temblarme. El grupo que esperaba el desenlace allá abajo continuó su camino.
Epílogo.
El inventario, desde la distancia, es aterrador. Por eso pienso que estar aquí escribiendo esto es, al final, un acontecimiento fortuito. Por eso lo disfruto tanto.
Subimos por una senda que se hizo, cuando desapareció el empedrado, empinada y resbalosa. El paisaje como siempre allá arriba, verde y húmedo, cuajado de helechos. En realidad no te enteras de mucho porque el peso obliga a mirar más al suelo que a tu alrededor. Eran los montes de Peñamellera Alta y era el 21 de septiembre, el equinoccio. Llegamos cuando cerraba la tarde, prematura a causa de la niebla. Dejamos las mochilas de bastidor a un lado y nos asomamos al pozo. Subía un hálito frío. Preparamos la noche a la entrada de la sima cuyo nombre ya he olvidado. Sí recuerdo que los datos que teníamos aseguraban una cueva vertical de algo más de doscientos metros de desnivel y una galería inferior que sifonaba perdiéndose en el agua. Era tarde para entrar y decidimos pasar la noche a pocos metros del agujero bajo el amparo más bien ficticio de un árbol escuálido. El ritual de siempre. Preparar la cena calentándola en un hornillo que había que proteger de la brisa con esterillas, asegurar la estanqueidad del carburo que nos iba a dar luz allá abajo al día siguiente, recoger la comida por si aparecía algún animalejo buscando una cena exótica... Luego la tertulia alrededor de un carburero, arrebujados en los sacos y en las fundas de vivac. Esas noches quedan ya asociadas para siempre al zumbido del gas y a su luz blanca.
Esas noches, en vez de ser tránsito, eran protagonistas. Echado en la esterilla y mecido por la niebla, el pensamiento divaga por caminos infrecuentes hasta fundirse con los sueños.
Me ha parecido oportuno este poema ¡cuánto se parece en intenciones al post que titulé Azar!
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...
Dos ciudades distintas con caracteres, si es que las ciudades los tienen, también diferentes. Oviedo es para mí la experiencia universitaria. Gijón, la cercanía al mar.