Enroque

Un sábado por la tarde

Era la última partida del torneo y todos estaban a nuestro alrededor. Yo jugaba con negras y tenía una defensa sólida pero incómoda porque nunca me gustó esperar. Pero hoy tocaba eso, aguantar y esperar el momento. Y no entendía sus movimientos. Eso no era lo malo sino la sensación de que sólo había dos posibilidades: o era muy bueno y yo no llegaba ni a vislumbrar sus intenciones, o era incapaz de planear un ataque con sentido y yo estaba perdiendo el tiempo con mi precaución. Mi incomodidad se acentuaba con la gente de alrededor. Algunos, pocos, respetaban el silencio pero la mayoría murmuraba. Esta última variante de espectador me enerva. Son expertos de salón, siempre juzgando desde la barrera, sin bajar nunca a batirse al tablero. Aquí valoraban cada jugada al instante, independientemente de que a rival o a mí nos hubiera llevado un buen rato decidirla, independientemente de que fuera obvia o no. Hubo un momento en el que me cansé de su suficiencia, de sus gestos y de su indiscreción. Me levanté, dí la mano a mi rival y aquello se convirtió en mi última partida en competición.

Unos meses después

El bar era largo, con las paredes forradas de madera hasta media altura y muchos dibujos enmarcados. Al fondo había tres mesas en las que, a las siete de la tarde, L colocaba los tableros que había sacado de un aparador. Algo más tarde llegaba G que se entretenía unos minutos conversando en la barra mientras le servían el café. Luego se sentaba en el lado de las blancas. Éramos media docena de jugadores fieles y otros tantos que aparecían de vez en cuando. A veces venía una pareja con un estoico pastor alemán que soportaba las partidas tumbado debajo de la mesa y cazando moscas al vuelo, con un rápido movimiento acompañado de un chasquido de mandíbulas. Las partidas se sucedían y sólo terminaban bien entrada la noche, cuando L corría las cortinas sobre la puerta y apagaba la luz exterior. Nos íbamos a casa como quien sale poco a poco de un sueño.

Unos años después

El bar cambió de dueño y ya se parece a todos los demás. Yo, que me fui a vivir lejos, al Sur, conservo un tablero de artesanía, un regalo hecho de un par de cientos de teselas de madera cuidadosamente engarzadas. A veces pongo las piezas encima porque me gusta mirar esa posición de salida, preludio de las combinaciones imprevisibles de un juego único. Un juego que no se realizará porque intentaría revisitar, al menos en sus sensaciones, aquel bar y sé que lo más probable sería acabar en el otro lado, en mi última partida de torneo.

2 comentarios:

  Pedro Terán

8/4/08 19:03

Luego dirás que este no es el blog serio.

  Ángel M. Felicísimo

9/4/08 09:41

No, si no te lo niego, además este tiene la ventaja de que no tengo que estar consultando las fuentes :-)