Pronto o tarde, pero el transcurrir del tiempo siempre lleva a la misma frase referida al amigo, pariente, vecino, colega, que vamos a poner en boca de M hablando de X:
—Me ha fallado.
Pocas frases concentran tanta falsedad en tanta sobriedad (tal vez "Dios nos ama" sea la excepción).
M da por justo, tal vez sin darse cuenta, que X debe comportarse exactamente como él espera que lo haga. Y lo que él espera siempre coincide con lo que él quiere porque del comportamiento esperado siempre se desprende un beneficio para sí. La falsa pérdida (falsa porque no se puede perder lo que nunca se tuvo) añade al no-comportamiento de X un agravio objetivo: la destrucción de la expectativa. Todo contribuye a empeorar la afrenta.
La decepción de M no es más que el reflejo de una visión de las relaciones desde la que no puede plantearse, y menos aceptar, que X tenga sus propias razones y criterios. Se le niega la opción de la divergencia dejándole sólo la del sometimiento.
M vive en un mundo difícil porque sus relaciones están condenadas a ir siempre en dirección única. Todos sus conocidos entran, por el hecho de conocerle, en la red de sus expectativas y estas están condenadas, antes o después, a incumplirse.
M malvive en la comparación continua de su mundo esperado con el mundo real. Como consecuencia de sus frustraciones, carece de amistades porque los hilos que las construyen no soportan los desfases entre lo que él cree que debería pasar y lo que realmente ocurre.
M sólo concibe un mundo con centro en M, girando obediente a su fuerza de gravedad, poniéndose del color que a él le apetecería ver cada mañana. Pobre M.
Yo, felizmente, nunca fui M —aunque conozco a muchos—y nunca esperé de los demás más de lo que querían darme. No por falta de fe sino por todo lo contrario, porque siempre tuve —y mantengo— confianza en mis amigos. Y si alguno hace algo que me sorprenda sé que será porque tiene razones.
Tal vez haya sido X alguna vez pero, siendo franco, eso no me ha quitado nunca el sueño.
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