Indianos

Hace cinco siglos, extremeños ahora ilustres prefirieron una gloria incierta en América a una miseria más que comprobada en las tierras de sus amos. La huida les reportó a algunos la inmortalidad, a la mayoría la muerte, a unos pocos la riqueza.
Y a principios del siglo pasado, mis abuelos maternos "hicieron las indias". Se llamaba así al acto, a veces desesperado, de huir de la miseria local e intentar ganarse un futuro más prometedor cruzando el Atlántico y recalando donde a cada uno su instinto le dió a entender. Mis abuelos eran asturianos que, junto con los gallegos, protagonizaron una diáspora luego repetida tras la guerra civil. Paco y Flora fueron primero a Cuba y luego a los Estados Unidos, donde se quedaron unos años y donde nacieron mi madre y mi tía. Otros familiares les siguieron atrapados entre las ganas de mejorar y la añoranza de la tierra natal.
A estos exiliados económicos se les llamó "indianos". Los menos protagonizaron aventuras singulares que acabaron con el regreso a la tierrina (la morriña es propia de los que somos del norte, tal vez por el paisaje brumoso y el mar oscuro). En Asturias, algunos de estos afortunados levantaron escuelas en sus pueblos y ayudaron a sus convecinos consiguiendo finalmente una placa en la plaza o un busto en la escuela. Otros no llegaron a tanta generosidad pero levantaron las "casas de indiano" que jalonan el norte de España. Casas grandes, elegantes, desconocidas hasta entonces aquí, donde la casa familiar se recogía alrededor de la quintana, espacio central donde el hórreo hacía las veces de almacén y las vacas dormían en la "corte", cuadra en la planta baja que daba así calor a las habitaciones superiores.
Las casas de indianos decayeron en las décadas pasadas con la crisis económica en Asturias. Muchas han sido recuperadas por las administraciones, algunas siguen mantenidas por los herederos, que tal vez mantienen algún apego por la tierra que antes les daba de comer.
Mis abuelos no fueron de esos. Regresaron igual que se fueron, o tal vez peor, después de conocer las acerías de Detroit en años muy duros. Aquí les fue mejor y con mucho trabajo, lograron progresar y poner un chigre. Se llamó por el apodo de la familia, "los Casona", y el lugar es una plaza donde hoy vuelvo cuando puedo y que se llama El Carbayedo por los robles centenarios que la poblaban.
Apenas quisieron despegar la realidad los atrapó de nuevo y se encontraron con la guerra civil española. No soportaron la idea de volver a exiliarse y se quedaron. La suerte quiso que en este pueblo la guerra no se cebara excesivamente en ellos y las muertes, venganzas y fusilamientos, que los hubo, fueran limitados. Mi familia sobrevivió aunque, como todos, quedó marcada por amigos y vecinos muertos, exiliados o prisioneros, algunos de los cuales nunca volvieron.
No tuvieron igual suerte mis familiares cubanos, abaceros en La Habana, que desaparecieron sin dejar rastro a principios de los 60. La revolución de Castro no les dió tiempo de volver a su tierra natal ni a mí oportunidad de conocerlos.

Casa de indiano en Ribadesella, Asturias.

6 comentarios:

  mrci

21/1/07 23:29

Cuantas historias semejantes y que distintas.
En mi caso, quizás por edad, no fueron mis abuelos los obligados a emigrar. Fueron mis padres.
Los primeros soportaron nuestra maldita guerra enfrentados en bandos opuestos.
Los segundos sufrieron el resultado emocional que implicó la carcel y la persecución de sus progenitores.
A pesar de lo anterior, o quizás por ello, se atrevieron a unir sus vidas en contra de la opinión de ambas familias y para asombro del pueblo que les vió nacer.
El tiempo y sus hijos se encargaron de difuminar los desagradables recuerdos y de ir limando las cortantes aristas.
Al final, los muertos fueron enterrando a los muertos.
Una vez enterrados lo mejor es no remover sus tumbas.
Enseña a tus muertos y sabrán quien eres.
Saludos norteños :)

  Ángel M. Felicísimo

22/1/07 11:45

Estoy de acuerdo en no remover demasiado las cosas, ahora que el tiempo ha pasado. El caso de mi familia paterna es más parecido al tuyo y terminó en el exilio, en este caso en Brasil.

  Portarosa

2/2/07 10:35

También tengo familia emigrante, supongo que como casi cualquier gallego. La mía, no tan cercana, se quedó ya para siempre en Argentina.

En cuanto a las casas, ¡qué bonitas son!, ¿verdad? En Lugo, ya cerca de Ribadeo, son tan grandes y llamativas como en Asturias; pero en el resto de Galicia en general son algo más modestas, dentro del buen gusto y lo que destacaban en su entorno.

Me resulta inevitable (no soy muy original; me temo que es de perogrullo) relacionar nuestro pasado emigrante con nuestro presente "receptor". Creo que le hace a uno mucho más comprensivo.

Me parece un blog magnífico, quizá más asequible para mí que el otro tuyo.
Un saludo.

  Ángel M. Felicísimo

2/2/07 10:48

Me alegro de que te apuntes al blog. La comparación entre nosotros, emigrantes, y los inmigrantes actuales es necesaria porque mejicanos, argentinos, cubanos... nos admitieron sin remilgos en su momento. Pero la memoria es frágil y la soberbia contagiosa.

  Ana

1/3/07 18:41

Esa nostalgia que se siente al final del post es la que experimenté en Sanlúcar de Barrameda, viendo las aguas del Guadalquivir uniéndose al Atlántico. Allí nació mi abuela materna y jamás regresó a su tierra. Murió a los 77 en Guatemala, y cuando llegué a ese preciso lugar en Sanlúcar, lloré mucho por mi abuela, por mí, y es tan grande la tristeza de saber que jamás regresó, que ahora que te escribo, también lloro.

Cosas del corazón que tiene sus propias reglas.

  Ángel M. Felicísimo

1/3/07 22:44

Más duro que el hecho de no regresar es la sensación de saber que no puedes hacerlo. Volver no siempre satisface porque la realidad no suele estar a la altura de los recuerdos.